Mierda de año dos mil VE(in)TE

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Hace unos días publiqué una fotografía cuyo pie empezaba así: “2020 es un año de mierda. Un año para olvidar y recordar”. Y lo ratifico una y dos mil veinte veces.

El dos mil VE(in)TE es un año no nato, un ser de doce meses de vida cuya gestación se quedó en apenas tres.

Tod@s recordamos aquello tan famoso de “dos mil veinte, qué año más redondito”. Pues le salieron aristas y hasta púas. O esto otro de “a ver si va mejor después de la crisis que estamos pasando”. Pues toma dos tazas.

Este año ha sido un violento “zasca en toda la boca” al orgullo del ser humano; ese ser humano todopoderoso, que todo lo controla, que viaja a la luna, que crea tecnología y descubre, pero que no contaba con que un organismo minúsculo pusiera ese mundo inventado patas arriba.

Ya en diciembre de 2019, veíamos incrédulos por televisión, como esta epidemia nacía y se extendía en China y lo oteábamos a lo lejos entonando esto tan famoso (y tan arrogante) de “a nosotros no nos va a pasar”. Ajá…

El dos mil VE(in)TE no ha sido un año vivido, ha sido un año padecido. No obstante, hay que ser just@ con todo y creo firmemente que de este año han surgido cosas fantásticas. Hemos sido más solidari@s y empátic@s y hemos aprendido valiosas lecciones sobre humildad y generosidad, entre otras.

A nivel personal, a tod@s se nos ha movido algo por dentro y hemos sacado algunas conclusiones, estoy segura. Me gustaría contigo compartir alguna de las mías:

  • Ha sido un año de encuentros y de reencuentros. Nos hemos encontrado como sociedad, por ejemplo. Creo que, durante el confinamiento, todos hemos hecho un proceso propio de introspección y esto ha propiciado que se den situaciones MARAVILLOSAS. En la parte personal he podido reencontrarme con personas con las que hacía mucho tiempo que no tenía relación. Esto hizo que una de las mejores sorpresas que me ha traído este año, viniera en forma de mensaje el 17 de julio. Y fue como si se abriese una puerta, porque a partir de este reencuentro, vinieron otros, como si del efecto “bola de nieve” se tratase. Magia.
  • Ha sido un año de desencuentros. Esta es la vida que tenemos, no hay otra. Es frágil y es efímera, lo que la hace aún mucho más valiosa y fascinante si cabe. No se puede andar por la vida con pesadas mochilas a la espalda que, en casos como éste, nos habrán ralentizado el disfrute. Nacemos con cero lastres. No nos empeñemos en vivir con pesadas cargas que nos hacen infelices. En ocasiones hay personas que pasan de ser nuestra roca a ser nuestra carga. Yo quiero ser la roca de los que están en mi vida y tener rocas en las que apoyarme.
  • No hay que adelantarse al futuro. Muchas veces pensamos que podemos predecir lo que vamos a vivir, a sentir, a proyectar… Creo que esto es una lección más que aprendida. Estamos aquí y ahora. Sentimos aquí y ahora. Vivimos aquí y ahora. El mañana aún no ha llegado por lo que no voy a poner mis esperanzas / mis miedos en algo que todavía no existe.
  • No se puede culpar de todo a los elementos externos. Por ejemplo, ahora toda la bronca le cae a dos mil VE(in)TE, pero ¡OJO! Muchas de las experiencias que hemos tenido serán producto de nuestras propias decisiones. Para que me entiendas, te lo pongo de la siguiente manera: ahora nos viene un nuevo comienzo con 2021. Un año que, a priori, pinta mucho mejor por varios motivos. Si las cosas no te han salido como hubieras querido cuando hagas balance en diciembre de 2021, ¿también le echarás la culpa al año?. No olvidemos algo importantísimo: tenemos el PODER de ELEGIR.

Apenas le quedan unas horas a este puto año. De alguna forma estamos tod@s esperando a que den las doce para hacer RESET, buscando un nuevo comienzo. Esto no es nuevo porque lo hacemos todos los años, pero éste en concreto tiene mucho más significado.

Como este año ha pasado de puntillas y de marzo hemos pasado a diciembre, me voy a permitir un pequeña licencia futurible y volver a cumplir 42 el próximo 17 de julio, en algún lugar perdido del mundo, que es lo que me viene en gana.

Sólo queda decir adiós a este año dos mil VE(in)TE, como se merece. Permitidme que lo haga mientras me maquillo para esta noche y así, desde el “corazón”.

Desde el “corazón”

Orígenes…

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A mi amiga María y a mi nos gusta mantener nuestra tradición de Nochevieja: ella corre la San Silvestre mientras yo me pierdo por Madrid para luego cenar juntas sushi, con una botella de vino y terminar saliendo a darlo todo hasta pronunciar correctamente, en inglés americano, Carolina Herrera.

Este año me he perdido por Castellana aprovechando que fui a despedir a María a la salida de la San Silvestre Internacional. Hacía una noche perfecta: buena temperatura, tráfico moderado y muchas ganas de andar y perderme… en mis pensamientos.

Según iba bajando Castellana hacia José Abascal pensaba en lo lejana y ajena que me parecía Madrid.

Desde hace ya mucho tiempo no siento especial apego por la ciudad que me vio nacer hace 40 años, en parte porque vivo en la periferia y en parte porque mis recuerdos de infancia en Cuatro Caminos o el Barrio del Pilar son cada vez más lejanos y borrosos.

Si a esto le sumamos que mi crecimiento personal más brutal se produjo fuera de España y en unas circunstancias elegidas por mi en primera persona (por primera vez en mi vida y con 24 años), esta sensación de lejanía se acrecienta mucho más. Y de verdad que me supone un cierto problema moral porque creo que caigo en la ingratitud.

Sin embargo, esta Nochevieja me sentí anclada a ella por primera vez en mucho tiempo. Supongo que los últimos acontecimientos han hecho que tenga que vivirla más, pasearla más y conocerla más; lo que ha producido un estrechamiento del cordón umbilical que me ata a mis innegables (a pesar de todo) orígenes.

Paseando Castellana…

Paseaba por Castellana a la altura de Ríos Rosas y por primera vez era consciente de este paseo, de la arquitectura que encontraba a mi paso y hasta, para disgusto de mis retinas, de los adornos horteras de Navidad de la rotonda de Emilio Castelar.

Reparar en todo esto hizo «click» y me di cuenta de cuánto necesitaba este «click». De la sensación de soledad que te proporciona vivir en un sitio con el que no te identificas pero en el confort que te proporciona hacerlo por primera vez en mucho tiempo y ser consciente de ello.

A partir de este punto mi paseo dejó de ser una letanía de pasos constantes para convertirse en una agradable sensación de «estar en casa» o por lo menos por esa noche en concreto, ya que mi verdadero «ser» sigue viviendo en esencia muy lejos de aquí.

Madrid es como es, o la quieres o la odias. Madrid te mata a veces por su hostilidad de gran ciudad. Madrid es caótica en su ADN… Pero nací aquí y de alguna manera, me guste o no, mucho de lo que soy se lo debo a ella. Me guste o no siempre acabo volviendo con ella. Me guste o no soy parte de ella.

15 años me ha costado esta reflexión… Manda huevos.

 

Se busca príncipe indeleble…

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Se busca príncipe indeleble…

Pero que no venga montado en un corcel blanco, sino en una moto o en un tándem. Si viene en moto, nos haremos unas rutitas juntos vestidos de cuero y descubriendo nuevos sitios. Si viene en tándem, que me recoja y pedaleamos juntos al unísono siendo equipo pero cuando nos bajemos, nos daremos una vuelta cada uno por su lado. No hace falta ser siameses.

Se busca príncipe indeleble…

Pero que no venga con armadura, espada y escudo. No hay que defenderse de nada porque no hay dragones contra los que batallar, salvo los propios. Si mi almena ya no me resulta una cárcel, ¿por qué habría de percibirla como un obstáculo?

Se busca príncipe indeleble…

Que no quiera despertar a una princesa con un beso, sino que te mire a los ojos y diga: «Nena, nos vamos a comer el mundo juntos». Eso rompe cualquier hechizo de ostracismo, soledad y desconfianza.

Se busca príncipe indeleble…

Que no saque a bailar a la princesa en el baile de primavera del reino, sino que la despierte por las mañanas, cuando su pelo sea una maraña desordenada, la mire a los ojos y la desee más que cuando sale a la calle con ese vestido tan sexy y estudiado…

Se busca príncipe indeleble…

Que sepa dónde está la frontera entre lo romántico y lo pasional. Que sea capaz de follarte en la cocina como si no hubiera un mañana pero que te bese con ternura cuando llegas a casa con los tacones arrastrando.

Se busca príncipe indeleble…

Con el que la admiración sea mútua. Fundamental. Con el que hacer el payaso sea lo normal. Fundamental. Con el que pelearte no sea un drama sino un roce típico entre dos personas que se quieren y se desean. Fundamental. Con el que el lenguaje visual sea parte de la comunicación. Fundamental. Con el que meterse mano debajo de una mesa sea ese pequeño aliciente picante para luego darlo todo en la cama. Fundamental.

Se busca príncipe indeleble…

Porque los príncipes azules destiñen y me han puesto la vida perdida de tinta que me cuesta limpiar y porque su recuerdo es tan efímero como el «joder» que me sale de la boca cuando les maldigo.

Se busca príncipe indeleble…

Que venga para quedarse y que deje de irse a guerrear a otros reinos, porque la vida de la corte con una princesa del siglo XXI es un puto planazo…

La cara del tiempo.

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Hace unas semanas tenía cita en un especialista de mi ciudad. Llegué con unos 45 minutos de antelación y, ante la imposibilidad de que me adelantaran la cita, me fui a dar un paseo por las calles de alrededor.

Mientras caminaba, oí un griterío detrás de mí: era un grupo de chicos, de unos 12 años que, a tenor de como iban vestidos, parecía que iba a entrenar.

Me adelantaron entre gritos, risas y comentarios propios de la edad. No puede evitar fijarme en sus caras: felices, relajados, sin ningún signo de estrés o preocupación, caras limpias, blancas…

Al rato, mientras que ya ponía rumbo a mi cita, me crucé de frente con una pareja de unos 70 años. Charlaban animosamente mientras paseaban cogidos de la mano. En sus caras, signos evidentes del paso del tiempo pero rasgos iguales a los de los niños: felices, relajados, sin ningún signo de estrés o preocupación, caras limpias, blancas…

Esto me hizo reflexionar. Me visualicé a mi misma y pensé si yo compartía parte de esos rasgos, de los mismos que había visto en la cara de los niños y de la pareja de jubilados y mi autorespuesta fue «sí, pero rara vez».

Me puse a pensar en lo que supone mi día a día y cómo eso se refleja en las facciones: pago de hipoteca, trabajo, responsabilidades, preocupaciones se traducen en unos gestos crispados, tensos, el ceño marcado, expresión rígida… Evidentemente no todo el tiempo pero sí en la corriente del día a día que nos engulle y nos lleva por delante.

La conclusión a la que llegué es que hay dos estadios de tiempo que proyectamos con nuestra cara:

El que llega cuando nos hacemos adultos, empezamos a tomar nuestras propias decisiones sin el soporte de los padres, en el que cogemos las riendas de nuestra vida y asumimos responsabilidades. Hay una fase inicial de shock, de encontronazo con la realidad para después, endurecernos por dentro (y que se refleje por fuera) para dar cobertura a nuestra etapa más vital.

El que comienza siendo niños y continua cuando somos ya mayores: primero, en la atmósfera protectora de una familia, donde todo lo gestionan otros y no tenemos que preocuparnos de nada, la seguridad y la tranquilidad reinan y nos envuelve un entorno tranquilo que hace que nuestra infancia sea aquella época en la que nos comemos la vida a mordiscos. Y después, en la etapa más madura, cuando todo el trabajo que hemos realizado en la edad adulta repercute en vivir tranquilos, todo lo que hemos sembrado con esfuerzo, desemboca en no tener preocupaciones y disfrutar de una época en la que, además de tiempo, tenemos la sabiduría que dan los años para disfrutarlo más si cabe.

Y esto es lo que vi en aquellas caras, tan distintas pero a la vez tan sinónimas. Y una vez más se daba esto tan famoso de que la vida es una rueda, un ciclo, una circunferencia en la que se empieza y se termina en el mismo punto.

La lectura que saco de todo esto es que quizás no quiera esperar a mi edad adulta para reflejar esas maravillosas expresiones en mi cara. Qué pasaría si invirtieramos unos minutos cada día en ser niños y alimentar ese espíritu? Qué pasaría si nos concienciáramos de que ser niños para nosotros mismos y para los demás es casi una obligación moral?

Ahí lo dejo como reflexión… Qué opinas tú?

 

 

Futuro en retrospectiva

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Te propongo un pequeño ejercicio mental. Piensa en ti y en quien eres. Visualízate en tu entorno actual, en tu trabajo, en tus ratos de ocio y con todo aquello que hace de tu vida mucho más cómoda.Trae hasta el presente la última vez que comiste en tu restaurante favorito, la sensación del tacto de una piel que no era la tuya, el olor a limpio después de una larga ducha. Lo tienes? Perfecto. Pasamos al siguiente paso.

Piensa en tus padres. Intenta hacer memoria y recuérdales desde que tienes uso de razón. Compara lo que ves con lo que eres y tienes tú ahora. Trae hasta el presente todo aquello que has escuchado siempre en casa: «conseguimos esto con esfuerzo», «nada se da regalado», «trabajamos mucho para llegar a»… A no ser que hayas tenido una vida acomodada, apuesto a que estas afirmaciones han sido parte las largas charlas que tus padres tuvieron contigo durante tu adolescencia. Necesitaban que tomases conciencia de que alcanzas metas si te esfuerzas y que vivir es un regalo que nadie te regala.

Vamos al tercer paso. Piensa en tus abuelos y en lo que fue su juventud. Yo tengo la gran

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Abuela Isabel y abuelo Ángel el día de su boda

suerte de haber tenido a mis cuatro abuelos hasta los 16 años, a tres de ellos, hasta los 36 y a mis 38 me quedan dos. Todos ellos con una magnífica memoria que narra la intrahistoria

de su comunidad, de su pueblo, de su país… Guerra, hambre, trabajo duro desde el amanecer, éxodo a otra ciudad, etc.

Has llegado leyendo hasta aquí y te preguntarás a dónde quiero llegar porque conoces mis posts y sabes que el tema siempre sale al principio y hoy estoy tardando.

 

 

Hoy estaba leyendo el periódico y me he encontrado con un titular que me ha dado mucho miedo: «La concentración de CO2 supera todos los registros históricos»

Sinceramente me aterran estas cosas.

Pero me aterra más la ignorancia, el menosprecio y el olvido con el que pasamos por el mundo sin tener en cuenta lo que otros, antes de nosotros, construyeron para que tú, él y yo podamos estar hoy aquí leyendo (escribiendo) estas letras.

Somos un milagro. Un auténtico, maravilloso y gigantesco milagro del que no somos conscientes ni por asomo. Vamos por la vida como pollos sin cabeza, sin pararnos a pensar qué nos trajo aquí.

Te acuerdas del ejercicio mental que te propuse al principio? Llevémoslo hasta lo más extremo.

En algún momento de la vida, uno de nuestros antepasados se irguió, trabajó una piedra hasta darle forma y hacerla cortar, llegó a la conclusión de matar un animal para comer, fue parte una primera comunidad cooperativa, se hizo sedentario, construyó un asentamiento, comenzó realizar trueques…

En algún momento de la vida, uno de nuestros antepasados trabajó para comer, fue lo suficientemente fuerte para superar una enfermedad sin los medicamentos de los que disponemos hoy y que seguramente ya esté erradicada, por una maravillosa casualidad se salvó de una guerra; y no solo eso, conoció a alguien con el que decidió casarse y tener hijos… Y quién sabe si a lo mejor esos hijos fueron amigos de los hijos de algunos de mis antepasados, que a su vez emigraron a otros países a buscar fortuna y no volvieron, dando lugar a más antepasados pero allén de los mares, mientras otros permanecían en su ciudad natal, creciendo, madurando, viviendo o sobreviviendo para que, muchos años más tarde; después de haber pasado por mil situaciones, batallas y peligros y haber sobrevivido a ellos, llegases tú a la vida. Tú: ese ser que tiene su origen en una mezcolanza infinita de maravillosas casualidades de superación y de progreso.

Superación y progreso: este es nuestro verdadero genoma. Piénsalo. Después de todo ese devenir, esfuerzo, lucha y caminar me niego a creer que nuestra única aportación a los pequeños milagros del futuro habrá sido crear un mundo cuyo sino es incierto. Un mundo abocado a un cambio climático acuciante que no es más que el producto de nuestras manos.

Qué arrogantes somos! El hecho de haber llegado hasta aquí sin haber echado la vista atrás nos ha hecho perder perspectiva y nos ha dado poco más o menos la creencia de que aquí se llega sin esfuerzo cuando realmente vivimos de prestado de todo lo que otros nos han dejado; porque ni siquiera es nuestro, es suyo.

Qué miedo da el futuro con una visión de la vida tan sesgada y tan absolutamente irreal y de ficción que nos hemos inventado para no permitir a los ojos realizar su función principal: observar.

Pero es aún más duro echar la vista atrás y ver el futuro en retrospectiva mientras tomamos consciencia de que tiramos por la borda todo lo que aquellos hombres y mujeres de los que procedemos, trabajaron para crearnos un lugar donde pudiéramos ser  y crecer. Más miedo da pensar que el fruto de su esfuerzo y de los vericuetos de la vida, no haya dado lugar a un germen de querer cambiar el rumbo y preservar lo que ellos construyeron, que además de ser este mundo y sus avances, también fuimos tú y yo.

Y ahora te propongo otro pequeño ejercicio.

Si has llegado leyendo hasta aquí, pregúntate:

Qué construyo yo y cuál es mi aportación para que algún día alguien mire hacia atrás y piense llegar aquí ha sido un regalo.

Ahí lo dejo.

Agujetas

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Domingo, postjuerga… Uno de los mejores momentos para escribir.

Me gustan los domingos después de salir una noche de copas. El mundo se ve de otra forma. Tienes las endorfinas en cotas máximas y las vivencias del día anterior funcionan como una dinamo para la mente: recuerdas, revives, repasas… Y haces balance; no solo de lo de ayer, sino de los días anteriores. Es un momento de catarsis y limpieza. Me gustan las mañanas de domingo.

Los que me leeis ya os habréis dado cuenta que siempre escribo en tercera persona o de modo impersonal. Esto no obedece a un tema de privacidad o de modestia, sino a que mis opiniones, relatos y reflexiones son más vuestros que míos: me inspira lo que me contáis, lo que vivís y lo que sentís. De ahí bebo para escribir.

Pero en esta ocasión si que voy a poner mi cara a este post. Porque esta reflexión es mía y obedece a mi experiencia. De vez en cuando hay que mostrarse al mundo a cara descubierta. Y si no tengo problemas en hacerlo a través de mi perfil de Facebook o Instagram, tampoco hoy me supone mayor problema hacerlo a través de mi alter ego en forma de blog. ¿Por qué no?

Esta semana tiene nombre propio y se llama «Agujetas».

Si he decidido llamarle así es porque esta semana se han despertado y movido muchas cosas, se ha liberado de óxido los engranajes de algunos mecanismos que habían estado en letargo durante tiempo y que, a fuerza de moverlos (en ocasiones empeñandose mucho), han tenido que volver a rodar.

La culpa de estas agujetas viene por varios frentes.

Tengo agujetas de sacar a la Mon canalla. Ayer por ejemplo volví a las calles como un ciclón, sacando a ese yo más sarcástico y corrosivo que me encanta. Un corriente continua de comentarios irónicos y descarados que, en ocasiones, tuvieron una respuesta que no esperaba y me pillaron con la guardia bajada. En otro momento hubiera reaccionado rápido y cogiendo al toro por los cuernos pero tengo que reconocer que ayer me pilló por sorpresa; y valga la redundancia, me sorprende.

Tengo agujetas de la actividad. Me lo bailé y me lo canté todo. TODO. El invierno ha sido largo y no he me he prodigado mucho en las calles. El frío y las responsabilidades para con el Grado de Psicología y otros cursos me han mantenido hibernando y lo he notado. Pero claro, llega el verano y eso es del todo imposible. De igual forma que sacas del armario las minifaldas más cortas y las sandalias más altas, también sacas las ganas de salir y de compartir una noche de copas y risas. Y sobre todo, de compartirte con tu gente. Me encantan estas agujetas.

Se acaba una gran noche.

Se acaba una gran noche.

Tengo agujetas físicas. De activarme y adaptarme a la actividad, pero que están teniendo una cara B que no me gusta nada y que me tiene un poco bajo mínimos. El calor me mata y llevo una semana con la tensión por los suelos. Yo que era la anticafeína woman, ayer me chuté Cocacola como si la fueran a prohibir y por suerte surtió el efecto que esperaba. Espero adaptarme pronto a la temperatura porque tengo un verano por delante con mucho que disfrutar y vivir. Unas vacaciones de lujo que me esperan, dos conciertos y muchas noches en vela. Que le vayan dando al tensiómetro.

Tengo agujetas emocionales. Tras mucho tiempo en letargo de repente desperté. Y me gustó desperezarme. Pero un par de bostezos no son suficientes y cuando una cree que se va a estirar del todo, se queda en un momento de duermevela. Uno de tantos. Para esto, mejor quedarse durmiendo. Si no voy a amanecer con un desayuno en la cama y el pelo enmarañado y la cama revuelta… ¿Para qué? No obstante, entreabrir los ojos también tiene su punto aunque lo suyo es estar despierta del todo y activar los sentidos al 100%. Lo que se llama vivir y comerse el mundo, vamos.

Tengo agujetas de sentir que soy un epicentro. Que repente la gente que tienes alrededor vibra con tus ondas expansivas. Que eres parte fundamental de algo a lo que perteneces. Que tu lugar en el mundo tiene sentido porque estás en él y que sin tus movimientos muchos engranajes no funcionarían como lo hacen. Ser parte de una maquinaria es una sensación gratificante. Dentro de ser una de las pequeñas piezas, una pequeña pieza ayuda a otra. Y eso te hace ser importante y fundamental.

Tengo agujetas y me encanta tenerlas porque son mías. Las que forman parte de lo que vivo, respiro y pienso. Y las que te recuerdan que vives todo con intensidad y dando lo mejor de ti. Unas agujetas que lejos de molestar, te sacuden y te hacen tomar consciencia de quién eres y de lo que aportas. Unas agujetas que abren tus sentidos de par en par y que te insuflan aire fresco hasta el infinito.

Tengo agujetas de Mónica.

 

Los viejos rockeros nunca mueren


Los viejos rockeros, nunca mueren.
Ayer estuvimos en el concierto de Brian Adams en el Palacio de Vistalegre.
Tengo que decir que, después de ver el programa Late Motiv de Buenafuente, no estaba muy convencida de lo que iba a ver. Entrevista descafeinada con un Brian Adams contando cómo conoce a Paco de Lucía y su afición compartida por los porros.
Sinceramente, para un músico al que llevo escuchando desde mi adolescencia, este tipo de comentarios le dejaban a la altura del betún.
Pero allí estámos, 21:30 de la noche, esperando a verle.
Primer tema del último disco, ni fu ni fa. Ni bien ni mal.
El concierto fue adentrándose en los temas más míticos del canadiense: «When you’re gone», «All for love», «It’s only love», «Everything I do», etc… entre los más coreados. Y la gente se vino arriba. Huelga decir que la horquilla de edad iba desde los treinta y pocos hasta los cuarenta y muchos, pasando por dos generaciones (padres e hijos) que compartían gusto musical, seguramente por el traspaso del padre al hijo.

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Fondo de escenario en Vistalegre, Madrid.


Adams lo tenía todo previsto: escenario con micrófonos de punta a punta, donde poder ir cantando según se iba moviendo y así estar cerca del público en todas las zonas, foco buscando una «hot girl» a la que sacó a bailar mientras cantaba y a la que acabó regalando una camiseta del tour «Get up», imágenes de todos los temas que iba interpretando, a modo de silent movie. Todo en una puesta en escena austera pero eficaz: la atención se fijaba en su voz, en las florituras de los músicos y en las canciones, pero no en la parafernalia típica de los nuevos grupos de ahora, que ahogan su baja calidad musical en un espectáculo de luz y color. A Adams no le hace falta adornar nada. Tiene voz y talento.
Lo mejor vino al final, cuando se marcó dos temas a golpe de guitarra acústica y voz, sin banda, sin imágenes, sin focos. Escenario en fondo negro, foco alumbrando al canadiense y público en silencio. La atmósfera se cortaba con cuchillo. Creo que no puede haber mejor prueba de un público entregado que cuando todo el mundo deja de corear tus canciones para sólo deleitarse con lo que escucha; en este caso la voz de Brian Adams.
Así que, de mi decepción inicial pasé, en 2 horas de concierto, a la admiración y respeto absolutos. La voz de Brian Adams es un fabuloso instrumento ronco que cautiva.

Se demostró una vez más que los viejos rockeros nunca mueren… Y cuando Brian Adams se inició en la música, vino para quedarse. Por mucho tiempo. Y así lo esperamos.

M. Sebastián. 29/01/2016

Si quieres ver su tema «All for love» en acústico, pinchando aquí tienes acceso al vídeo que hice.

Sitiados en el main stream


Ayer llegué a casa a mediodía después de un viaje de empresa. El tren paró en Chamartín a eso de las 13:30 con un vagón lleno de reuniones, visitas, mucho trabajo y mucho trasnochar. Lo lógico hubiera sido llegar a casa y descansar todo el sábado pero por contra, una vez me subí al coche y volví a mi entorno, me vine arriba según sonaba mi lista favorita de Spotify. En ese momento pensé que no iba a desaprovechar una tarde-noche de sábado y que algo habría que hacer. Ya se sabe que noche que no sales, noche que pierdes. Y nunca sabes lo que te puedes perder.

Mandé unos mensajes a las amigas para la movilización general y al final acabamos cenando en Fiat Café de Serrano y, una vez allí, decidiendo dónde sería nuestra próxima parada.

Para la primera copa, fuimos a Moe de Alberto Alcocer. Buen ambiente en general, gente nueva con la que compartir risas y copas y, sobre todo, espacio vital. Llevo fatal eso de comerme los codos de la gente mientras levanto mi Gin-Sprite.

Una vez cumplida la misión de tomar la primera, fuimos a uno de los sitios de referencia en la zona: Liberata. No era la primera vez que íbamos y sabíamos más o menos lo que podíamos esperar del local: música bailable, buen ambiente y gente con la que poder compartir un buen rato. O al menos eso pensábamos. Hacía meses que no pisabamos el sitio pero no podíamos esperar que el ambiente hubiera cambiado tanto.

Según bajamos las escaleras nos encontramos con nuestro enemigo más feroz: el electro-latino.

Conscientes somos de que estos ritmos se han instalado en las noches de fin de semana y han llegado para quedarse. Es la tendencia. La demanda, en los tiempos que corren, son los ritmos mecánicos que incitan a un contoneo epiléptico pero confiábamos en que nuestras salas de siempre se hubieran hecho resistentes a tal epidemia.

Los tiempos han cambiado. Somos un grupo de chicas de 37 en adelante a las que nos gusta la música de otra escuela y nos cuesta mucho encontrarla. No podemos esperar que la música que escuchábamos en nuestros años de instituto se siga escuchando. Esas cápsulas del tiempo no existen, o sí, pero mezcladas con otro tipo de música que, aunque actual, sea mucho más cercana a nuestros gustos.

Por tener 37 años no me considero un dinosaurio en lo que a música se refiere. Escucho de todo y hay nuevos solistas, grupos y tendencias de los 201X que me encantan pero no estoy dispuesta a tragar con títulos y ritmos enlatados en serie y que me explotan en los tímpanos.

Lo siento pero es que mis primeras salidas vinieron acompañaron por un «Should I stay or should I go»que cantabas cerveza en mano. Por un «Song 2» o un «Common people» que te dejaban sabor de boca de juerga. Por unos Eiffel 65 de los que prácticamente te gustaba todo lo que sacaban. Los Kaiser Chiefs que te ponían las pilas y te metían las ganas de bailar en el cuerpo de forma instantánea. O Morcheeba, que te invitaba a moverte de forma sexy sin parecer que te hubiera entrado un enjambre de avispas dentro del vestido. Llamadme carca si queréis, pero si me llamáis por teléfono el tono de mi Iphone es precisamente el «The great London Traffic Warden Massacre» del album Charango de este grupo.

De lo que ha nacido en estos tiempos, me encanta Porcupine tree, pasando por una Sia de dicción casi imposible, parando en un Vacationer, haciendo escala en The Killers y dando un paseo con unos Broken bells. Ninguno de ellos dinosaurios.

El círculo se estrecha. No es fácil encontrar lugares en los que compartir un buen ambiente musical con gente de más o menos tu edad y en los que no tengas que casi beber como un pavo apurando tu copa porque suena algo parecido a un «tun tun-tun-tun tun»…

Aparentemente si no te adhieres a los compases clónico-mecánicos del electrolatino o el reggaetón, eres poco más o menos que un carca. Un viejuno.

Los que disfrutamos de otras cosas que no son el main stream del «chunda-chunda-unoh-doh-treh-cuatroh», nos encontramos con que estamos siendo sitiados musicalmente hablando. Cuesta decidir a qué sitios vas a ir cuando antes era mucho más fácil. La nada musical se traga a los lugares de siempre.

De ahí que lugares como Caravan, Honky Tonk, el desaparecido 69 Pétalos (Cómo te echamos de menos 69! Y a tus performance y a tu mezclas rollo «sampler» que nos sabían a gloria!), Moe y el archiconocido Berlín Cabaret con su espectáculo incluído, sean pequeños oasis en el desierto.

Os contaré que, después de nuestro encontronazo con el en «tun tun-tun-tun tun» decidimos volver a Moe, a su ambiente de la sala de abajo, donde nos dio la bienvenida una rumba que bailamos como si no hubiera un mañana (impensable lo que llega a hacer el reggaetón!) y un YMCA nos hizo desmelenarnos como pocas veces lo hemos hecho.

Mi reloj se paró (literalmente) a las 4 am, cuando decidimos que ya le habíamos sacado el jugo al lugar que nos sirvió de cura para nuestro duelo particular contra la electrónica hueca. Conseguimos disfrutar de la noche y del objetivo de pasar un buen rato gracias a un local que se niega a perder su esencia. Larga vida a Moe!

Hago un llamamiento a los internautas en general y a los que leéis mi blog en particular para reivindicar buena música en los bares, ambiente sin chonismo ni canismo y lejos de estética MYHYV; sin escuchar mil veces rimas fáciles de monosílabos, obstinatos a tuttiplen o «mami, dámelo todo» a todas horas.

Y ya de paso, si me podéis hacer recomendaciones… Bienvenidas son! Porque miedo me da el día en que a Pitbull le dé por hacer un dueto con María Jesús y su acordeón!

 

 

Mientras dormía (II) – Lara abre la puerta

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Desde aquellas dos de la tarde, el tiempo se le estaba haciendo eterno a Lara. Miraba el reloj de forma compulsiva, deseando que pasaran las horas lo más rápido posible. Pero era así. Una sensación de desaliento le invadía. Necesitaba llegar a casa, darse una ducha, elegir la ropa con cuidado, arreglarse… En definitiva, pasar por el ritual que tantas veces había celebrado anteriormente para citarse con otros hombres. Pero esta vez era distinta…

Esta vez se citaba con Ricardo, cuyo «savoire faire» era innegable. Se había hecho parte de sus días poco a poco, despacio, con calma y paciencia. Había ido dando un poco de sí mismo en cada conversación, haciendo que Lara hiciera lo propio. Era un contacto equilibrado, maduro, respetuoso que hizo que Lara se descubriera expectante y llena de ilusión y confianza.

Decidió que la mejor forma de hacer que el tiempo pasara de una forma más rápida era centrarse en su trabajo. Tenía toneladas de papeleo encima de la mesa pendiente de gestionar, así como una bandeja de entrada donde los mails en negrita eran más abundantes que los ya leídos. Así que respiró hondo un par de veces, cerró los ojos y se repitió para sí que tenía que concentrarse. Tras un par de intentos fallidos por fin lo consiguió y trabajó con ganas el resto de la tarde.

A las cinco y media decidió que era hora de marcharse a casa. Gracias a que había sido disciplinada desde la hora de comer, la tarde le había cundido y no tenía ningún remordimiento por escaparse media hora antes. Además, Lara era de las pocas empleadas que permanecía en la oficina hasta tarde. Al no tener quien le esperase en casa, podía hacerlo. Era una época del año de mucho trabajo y conseguía llevarlo todo al día gracias a esas horas extras. Por todo ello, decidió permitirse salir antes, sin consultarlo con su jefa.

Terminó de cerrar algunos expedientes, apagó el portátil y cogió su bolso de la silla de confidente que tenía justo al lado de su mesa. Abrió el bolso en busca de un pañuelo que se había puesto para ir a trabajar esa mañana. En el mes de octubre ya empezaba a refrescar y solía llevarlo como complemento a una gabardina fina que le evitaba el frío de las horas más tempranas del día.

Salió del departamento atravesando la sala donde se ubicaba su mesa. Deseó a todos buena tarde y fue al pasillo a tomar el ascensor. Lo llamó. Suspiró. Los nervios volvían a hacer su aparición. Apretó los puños en busca de un poco de alivio, era una forma de liberar la tensión pero su intento fue baldío. Al abrirse las puertas del ascensor, entró en él como un robot y, mecánicamente, pulsó el botón de la planta baja. Vio su imagen en el espejo. Tenía la cara congestionada por la tensión. Se retocó el pelo compulsivamente intentando darle un mejor aspecto a su imagen que le permitiese tranquilizarse pero en el fondo sabía que hasta que llegase a casa, no lo conseguiría. Necesitaba su espacio, sus cosas, el silencio.

Arrancó su coche. De pronto se dio cuenta de que no recordaba cómo había llegado hasta él. Había caminado por las calles del Centro Empresarial de forma inconsciente hasta llegar a él. Se sonrío. «Lo que puede llegar a hacer una cita!».

Llegó a casa una hora después. Al final salir antes no le había supuesto mucha ventaja porque se había encontrado las salidas de Madrid colapsadas y le había costado llegar más que cualquier otro día. Las ventajas de salir del trabajo pasadas las siete eran esas; todo el mundo salía más temprano y para la hora en la que ella se iba a casa, ya no había atasco.

Tenía una hora y media escasa para arreglarse, así que si quería hacerlo tranquila no tenía mucho tiempo que perder. Llegó a su habitación y tiró los zapatos en un rincón y el bolso y la gabardina encima de una pequeña butaca que tenía al lado de la cómoda.

Revolvió en el cajón de la ropa interior en busca de un conjunto discreto que no se marcase mucho y puso rumbo al baño en busca de la tan ansiada ducha. Ya debajo del agua, sus pensamientos circulaban a toda velocidad por su cabeza: qué vestir, qué perfume ponerse, qué decir cuando le viera… Iba ensayando en su cabeza las primeras palabras, estudiando una sonrisa, imaginando qué le iba a contar…

«Las siete y cuarto!» – gritó mientras se secaba. «Dios mío, no me queda mucho tiempo!». Envolvió su cabeza en una toalla mientras se apresuraba en deshacerse de la humedad del resto de su cuerpo. Cuando hubo terminado, sacó del armario del lavabo una crema hidratante de lavanda. El olor le tranquilizaba. Le recordaba a su abuela, aquella señora entrañable que le sentaba en sus rodillas cuando era pequeña y que tenía por costumbre poner lavanda en todas partes: en los armarios, como hojas secas en jarrones, en forma de pastilla de jabón…

Agitó la toalla de la cabeza para secar lo máximo posible el pelo antes de peinarlo y secarlo. Movía el cepillo y el secador a toda velocidad, maldiciendo la rebeldía que parecía mostrar su melena aquel día. «Maldita Ley de Murphy!».

Ocho menos cuarto. Ya estaba peinada, maquillada y perfumada. Finalmente había decidido, como regla general, guiarse por su instinto. Ni muy maquillada ni muy poco. Perfume, el de siempre. Melena, sin grandes acicalamientos, suelta y natural.

Se enfrentó al monstruo del armario. Abrió la puerta corredera y tubo ante sí todos los candidatos a ser lucidos aquella tarde. Pero nada le encajaba. Nada le parecía bien, los colores cobraron significados subliminales de repente: rojo, muy atrevido; azul oscuro, demasiado sobrio; verde, muy raro para una primera cita; negro, demasiado de noche… Y solo le quedaba un cuarto de hora. Intenso.

Finalmente se decantó por un vestido granate. Era el único de cuyo color no había salido ninguna interpretación subliminal. El granate, por otra parte, le favorecía. Era entallado en la cintura, manga francesa y por encima de la rodilla. Ni largo ni corto. Perfecto.

Se calzó unos zapatos negros de un tacón discreto. De repente se dio cuenta de que no sabía cuán alto era Ricardo, aunque por lo que había visto a través de la ventana, no parecía que fuera bajo en absoluto. De todas formas, decidió no arriesgar y no subirse a un tacón asesino de 10 cm.

Estaba buscando un bolso más pequeño para complementar su atuendo cuando sonó el portero automático. Ahogó un grito. «Ricardo». Se miró al espejo buscando su propia aprobación y cayó en la cuenta que contestar el portero automático no implica que nadie te vaya a ver. Cruzó el salón y descolgó.

«Si?»

«Lara?»

«Sí!, Ricardo?»

«Bueno, eso creo!» y oyó como sonreía alegremente.

«Bajo en seguida. Dos minutos.»

«OK. Te espero enfrente a tu portal».

Ya no había vuelta atrás. Menos cinco. Ella arreglada, lista para bajar pero muerta de dudas. «Y si no me gusta lo que veo?. Y si es aburrido? Y si me gusta pero no le gusto yo? Y si..?»

Sacudió su cabeza, como si fuera un Telesketch, intentando borrar aquellos pensamientos que le atormentaban. Último vistazo al espejo en busca de su propia aprobación. Tiró del vestido hacia abajo, retocó un par de mechones, agarró una americana negra y se dispuso a salir.

En esta ocasión no bajaría por el ascensor. Demasiado rápido. Tomaría las escaleras desde el segundo piso hasta el bajo. Esto le daría tiempo para tomar aire y calmarse. «No soy nueva en esto! Tengo que tranquilizarme!». Y puso el pie en el primer escalón.

Llegó a la planta baja y, a través de los cristales de la puerta del portal, pudo a ver a la imagen distorsionada de Ricardo a lo lejos. Los cristales eran de esos labrados que dejan pasar la luz pero que hacen opacas las formas que hay detrás. Por la escasa luz de la farola que le alumbraba, pudo adivinar que iba en pantalón y chaqueta oscuros, camisa clara y sí, era bastante alto. Agarró el pomo de la puerta y lo giró despacio. Tiró de la puerta hacia así y dejo que por primera vez sus ojos tuvieran la imagen real de Ricardo delante de ella.

A escasos tres metros estaba Ricardo apoyado en un coche. Tenía los brazos cruzados y miraba fijamente la puerta. Cuando ésta se iba abriendo, su primera expresión seria fue tornándose en un tímida sonrisa al principio para dar paso a un efusivo «Hola» después.

No se movió. Se quedó en la misma posición que estaba hasta que Lara hubo salido completamente del portal y fue entonces cuando puso rumbo a su encuentro cruzando la calle para llegar hasta ella.

«Hola Lara», dijo aquella voz ya familiar que había escuchado al teléfono tantas veces.

«Hola Ricardo» y sonrió.

Se quedaron dos segundos mirándose decidiendo quién de los dos diría algo más. Al final, ambos se dieron cuenta de que estaban pensando en lo mismo y rieron. Ricardo extendió un brazo hacia Lara y le dijo:

«Señorita, me deja que le acompañe hasta mi coche?».

«Con mucho gusto».

Y marcharon hacia el coche de Ricardo. Cuando llegaron, Ricardo abrió la puerta para Lara. Lara sonrío divertida. Estos eran la clase de gestos que le hacían gracia puesto que en ocasiones, cuando lo había visto hacer a los maridos de sus amigas, le había parecido hortera pero en esta ocasión comprendió que el objetivo no era otro que el de agradar y hacerle sentir especial. Hizo un mohín divertida.

Ricardo se montó en el coche, dio una palmada de entusiasmo y preguntó a Lara:

«Usted manda y me dirige. Hacia donde pongo el rumbo?»

«Todo recto. No hay pérdida. Te voy a llevar a un sitio que te va a encantar, Ricardo». Y sintió cómo después de pronunciar su nombre desaparecían los nervios. Su cuerpo se relajó y con él, cada músculo. Dentro de su cabeza se dio una orden firme: «Disfruta de esta noche».

Lara condujo a Ricardo hasta el centro de Aranjuez sin saber muy bien dónde iban a cenar. Fue pensando por el camino el lugar, mientras Ricardo le contaba, animadamente, su día y algunas de las peripecias que le habían ocurrido.

Aparcaron en cuanto encontraron un sitio disponible y de ahí, fueron andando paseando el centro de Aranjuez. Lara seguía dándole vueltas al restaurante sin tener aún ni idea de dónde ir. Ricardo seguía contándole cosas hasta que advirtió que Lara asentía como ausente por lo que se adelantó en sus pasos y se puso delante de ella, clavando sus ojos impacientes en los de Lara e impidiendo que pudiera avanzar. Puso una mano sobre el hombro de Lara, gesto que la hizo que Lara saliera de su ensimismamiento.

«Lara, qué pasa?. Llevas un rato distraída y te veo rara. Va todo bien? Si quieres que cancelemos y te lleve a casa, no pasa nada. Yo puedo asumir que esto haya sido un poco precipitado y no quiero forzar más la conversación. Te llevo a casa?»

Lara devolvió la mirada a Ricardo. Se quedó un par de segundos en silencio, dubitativa y sintiendo que no había podido disimular su confusión. Le sonrió y acabó riendo entre disculpas.

«No, no Ricardo! Perdóname. No me ocurre nada. Lo estoy pasando bien, sólo que no sé dónde vamos. No había pensado en un sitio para llevarte y estaba intentando improvisar y encontrar un lugar adecuado para cenar pero no consigo acordarme de un buen sitio. No te preocupes, es tu culpa no la tuya. Qué desastre…»

«Es eso? Eso es por lo que estabas ausente?» y Ricardo rió. «Me habías asustando y pensé por un momento que te estaba aburriendo y que querías salir corriendo a tu casa! Sólo por esto, te va a tocar pagar la cena!». Ricardo hizo un mohín pretendiendo estar ofendido, se cruzó de brazos y se giró dando la espalda a Lara.

Lara rió, le cogió por el hombro, girándole hasta que volvió a tenerle de frente.

«Venga Ricardo, ya tengo el sitio. Ya que pago yo, tiro la casa por la ventana y te invito a una hamburguesa». Rieron.

Lara extendió su brazo invitando a Ricardo a agarrarlo. » Me acompañas?»

Anduvieron un par de minutos hasta llegar a un pequeño sitio cerca del Ayuntamiento. Era el típico restaurante que en otros tiempos, había sido una vivienda baja, con patio y amplios arcos en las puertas. El lugar rezumaba tradición y conservaba el encanto de lo que había sido en un pasado lejano. Sillas de forja con asientos de paja, encajadas en pequeñas mesas adornadas con manteles azul celeste donde reposaban unas velas dentro de unos cuencos de cristal color caramelo.

Era un sitio tranquilo, acogedor y privado. Invitaba a una conversación amena y distendida, lo ideal para una primera cita. La atmósfera era cálida, envolvía con solo pasar. Invitaba a quedarse allí. Hacía sentirse bienvenido. Ricardo miraba a su alrededor, descubriendo cada detalle. Se giraba hacia Lara, sonriendo en gesto de aprobación.

«Simplemente perfecto»  – dijo Ricardo.

Pronto les recibió un camarero que les invitó a elegir la mesa y se dispusieron en ella con agrado.

La escogida era una mesa en el fondo del comedor donde tenían aún más privacidad si cabía. El restaurante estaba tranquilo aquella noche. Solo dos mesas más además de la suya pero aún así prefirieron estar lo más aislados posible.

Una vez estuvieron enfrente el uno del otro, Ricardo abrió conversación.

«Estás bien? Cómoda?»

«Sí, si. Claro. Es genial que hayas venido. Gracias por venir hasta aquí. Ya te dije que me daba mucho apuro que te hicieras todos esos kilómetros. Me gustaría darte las gracias una vez más. Reconozco el esfuerzo y has trabajado y creo que debes estar…»

«Encantado» – dijo Ricardo. «Estoy encantado de estar aquí. La verdad es que esta mañana dudé en si proponerte vernos hoy pero cuando te asomaste a la ventana a mediodía, se disiparon las dudas. Tenía que ser hoy.» – sonrío mirando a Lara en busca de aprobación. Al final la idea había sido suya y no estaba seguro, a estas alturas, de que Lara también pensase que era buena idea. Ricardo miraba a Lara impaciente, necesitando de su opinión. Se sentía inseguro.

«Creo que ha sido buena idea. Si hubiéramos fijado una fecha con días de antelación, creo que hubiera sido un poco estresante! Así casi mejor que haya sido así, no te parece?»

En los ojos de Ricardo hicieron aparición aquellos pequeños surcos que desvelaban su edad, producidos por la sonrisa que dedicó a Lara como forma de asentir a lo que acababa de decir. Le guiñó un ojo a Lara para aliviar el momento. «Claro que sí, creo que hemos hecho bien».

El camarero apareció para ofrecerles las cartas y sugerencias sobre el vino para acompañar los platos. Lara cedió a Ricardo la decisión del vino que acompañaría la cena y en cuanto el camarero apareció con la botella y sirvió sus copas, Lara levantó la suya para proponer un brindis.

«Por las cabinas de teléfono del otro lado de la acera» – y acercó su copa a la de Ricardo.

«Por olvidar el móvil en casa y utilizar las cabinas del otro lado de la acera» – acompañó Ricardo.

Chocaron sus copas y degustaron el vino que les acababan de traer.

Comenzaba la noche, la cita, su primera cita y con ella, el punto de partida de algo que, sin ellos saberlo, marcaría para siempre su historia.

 

Fin de la segunda parte.

 

Nota: si has leído este post y sientes que te has perdido, seguramente es porque no te has leído la primera parte. Lee Mientras dormía (I) – Lara despierta.

Perfect symmetry

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Perfect symmetry, como la canción de los Keane.

La vida está llena de simetría, esa perfección equilibrada que nos rige, a veces, de manera inconsciente.

Dicen los entendidos que lo que nos lleva a sentirnos atraídos por alguien, entre otras cosas,  es la simetría de su cara, el equilibrio en sus rasgos, la equidad de sus gestos.

Nos sentimos atraídos por el balance entre lo que nos gusta y lo que no y por la armonía que nos transfiere todo eso que tenemos delante.

Somos capaces de detectar, en un breve espacio de tiempo, una aberración en ese equilibrio y esto nos conduce a dar dos pasos hacia atrás.

Seguramente sea uno de los ingredientes de eso a lo que comúnmente llamamos feeling: si se da la simetría nos abrazamos a ella, si no, la buscamos de forma continua.

Entregarse a la simetría es algo que hacemos sin darnos cuenta. Forma parte de nuestra parte más primitiva, de nuestro ADN y es un instinto innato del que no tenemos consciencia pero que nos pauta en nuestra forma de percibir, de actuar, de amar, de elegir…

En ocasiones nos sentimos confusos, no sabemos qué ocurre pero no nos sentimos cómodos por las situaciones en las que nos vemos inmersos. Percibimos una discordancia entre lo que nos rodea y cómo este algo nos hace sentir.

Buscamos el «fifty-fifty», el toma y daca, la cara A y la cara B, las luces y las sombras, los ceros y los unos; y es el punto intermedio donde nos gusta estar, en la perfecta simetría.

En las relaciones interpersonales nos ocurre de forma continua y si no, pensemos: qué es lo que hace que una persona se nuestra mejor amiga o no? La reciprocidad, el balance entre lo que damos y recibimos. De la misma forma, hemos conocido personas a las que hemos sacado de nuestro círculo de amigos precisamente por esa falta de equilibrio.

Suena «Claro de luna»de Debussy de fondo. Una de las piezas a piano más deliciosas jamás escritas. Y de nuevo encuentro la perfecta simetría… los tempos, las notas, el compás, el principio y el final de la pieza; ingredientes armoniosamente mezclados que deleitan el oído que que hacen que hagas de la pieza algo propio.

Somos simétricos en un altísimo porcentaje, no solo físicamente sino en todo lo que conforma quienes somos a niveles de personalidad.

Estamos construidos por pasado y presente (todavía no por futuro) y de ellos hemos aprendido nuestro equilibrio, qué nos ha gustado y qué no, qué nos ha marcado y qué no, qué es lo que somos y qué no.

Estamos construidos de risas y de llanto, de amor y desamor, de pérdida y de ganancia, de logros y fracasos, de actividad y de vagueza… y todo en perfecta simetría.

La simetría… un abstracto concepto que se hace tangible en cada paso que damos, cada decisión que tomamos y cada día que vivimos.

Simétricamente nuestros, simétricamente somos perfecta simetría.

Suena el canon en D mayor de Pachelbel…