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Emociones, Expectación, Mininovela, Primera cita, relaciones, Sensaciones, solteros, speedating
Desde aquellas dos de la tarde, el tiempo se le estaba haciendo eterno a Lara. Miraba el reloj de forma compulsiva, deseando que pasaran las horas lo más rápido posible. Pero era así. Una sensación de desaliento le invadía. Necesitaba llegar a casa, darse una ducha, elegir la ropa con cuidado, arreglarse… En definitiva, pasar por el ritual que tantas veces había celebrado anteriormente para citarse con otros hombres. Pero esta vez era distinta…
Esta vez se citaba con Ricardo, cuyo «savoire faire» era innegable. Se había hecho parte de sus días poco a poco, despacio, con calma y paciencia. Había ido dando un poco de sí mismo en cada conversación, haciendo que Lara hiciera lo propio. Era un contacto equilibrado, maduro, respetuoso que hizo que Lara se descubriera expectante y llena de ilusión y confianza.
Decidió que la mejor forma de hacer que el tiempo pasara de una forma más rápida era centrarse en su trabajo. Tenía toneladas de papeleo encima de la mesa pendiente de gestionar, así como una bandeja de entrada donde los mails en negrita eran más abundantes que los ya leídos. Así que respiró hondo un par de veces, cerró los ojos y se repitió para sí que tenía que concentrarse. Tras un par de intentos fallidos por fin lo consiguió y trabajó con ganas el resto de la tarde.
A las cinco y media decidió que era hora de marcharse a casa. Gracias a que había sido disciplinada desde la hora de comer, la tarde le había cundido y no tenía ningún remordimiento por escaparse media hora antes. Además, Lara era de las pocas empleadas que permanecía en la oficina hasta tarde. Al no tener quien le esperase en casa, podía hacerlo. Era una época del año de mucho trabajo y conseguía llevarlo todo al día gracias a esas horas extras. Por todo ello, decidió permitirse salir antes, sin consultarlo con su jefa.
Terminó de cerrar algunos expedientes, apagó el portátil y cogió su bolso de la silla de confidente que tenía justo al lado de su mesa. Abrió el bolso en busca de un pañuelo que se había puesto para ir a trabajar esa mañana. En el mes de octubre ya empezaba a refrescar y solía llevarlo como complemento a una gabardina fina que le evitaba el frío de las horas más tempranas del día.
Salió del departamento atravesando la sala donde se ubicaba su mesa. Deseó a todos buena tarde y fue al pasillo a tomar el ascensor. Lo llamó. Suspiró. Los nervios volvían a hacer su aparición. Apretó los puños en busca de un poco de alivio, era una forma de liberar la tensión pero su intento fue baldío. Al abrirse las puertas del ascensor, entró en él como un robot y, mecánicamente, pulsó el botón de la planta baja. Vio su imagen en el espejo. Tenía la cara congestionada por la tensión. Se retocó el pelo compulsivamente intentando darle un mejor aspecto a su imagen que le permitiese tranquilizarse pero en el fondo sabía que hasta que llegase a casa, no lo conseguiría. Necesitaba su espacio, sus cosas, el silencio.
Arrancó su coche. De pronto se dio cuenta de que no recordaba cómo había llegado hasta él. Había caminado por las calles del Centro Empresarial de forma inconsciente hasta llegar a él. Se sonrío. «Lo que puede llegar a hacer una cita!».
Llegó a casa una hora después. Al final salir antes no le había supuesto mucha ventaja porque se había encontrado las salidas de Madrid colapsadas y le había costado llegar más que cualquier otro día. Las ventajas de salir del trabajo pasadas las siete eran esas; todo el mundo salía más temprano y para la hora en la que ella se iba a casa, ya no había atasco.
Tenía una hora y media escasa para arreglarse, así que si quería hacerlo tranquila no tenía mucho tiempo que perder. Llegó a su habitación y tiró los zapatos en un rincón y el bolso y la gabardina encima de una pequeña butaca que tenía al lado de la cómoda.
Revolvió en el cajón de la ropa interior en busca de un conjunto discreto que no se marcase mucho y puso rumbo al baño en busca de la tan ansiada ducha. Ya debajo del agua, sus pensamientos circulaban a toda velocidad por su cabeza: qué vestir, qué perfume ponerse, qué decir cuando le viera… Iba ensayando en su cabeza las primeras palabras, estudiando una sonrisa, imaginando qué le iba a contar…
«Las siete y cuarto!» – gritó mientras se secaba. «Dios mío, no me queda mucho tiempo!». Envolvió su cabeza en una toalla mientras se apresuraba en deshacerse de la humedad del resto de su cuerpo. Cuando hubo terminado, sacó del armario del lavabo una crema hidratante de lavanda. El olor le tranquilizaba. Le recordaba a su abuela, aquella señora entrañable que le sentaba en sus rodillas cuando era pequeña y que tenía por costumbre poner lavanda en todas partes: en los armarios, como hojas secas en jarrones, en forma de pastilla de jabón…
Agitó la toalla de la cabeza para secar lo máximo posible el pelo antes de peinarlo y secarlo. Movía el cepillo y el secador a toda velocidad, maldiciendo la rebeldía que parecía mostrar su melena aquel día. «Maldita Ley de Murphy!».
Ocho menos cuarto. Ya estaba peinada, maquillada y perfumada. Finalmente había decidido, como regla general, guiarse por su instinto. Ni muy maquillada ni muy poco. Perfume, el de siempre. Melena, sin grandes acicalamientos, suelta y natural.
Se enfrentó al monstruo del armario. Abrió la puerta corredera y tubo ante sí todos los candidatos a ser lucidos aquella tarde. Pero nada le encajaba. Nada le parecía bien, los colores cobraron significados subliminales de repente: rojo, muy atrevido; azul oscuro, demasiado sobrio; verde, muy raro para una primera cita; negro, demasiado de noche… Y solo le quedaba un cuarto de hora. Intenso.
Finalmente se decantó por un vestido granate. Era el único de cuyo color no había salido ninguna interpretación subliminal. El granate, por otra parte, le favorecía. Era entallado en la cintura, manga francesa y por encima de la rodilla. Ni largo ni corto. Perfecto.
Se calzó unos zapatos negros de un tacón discreto. De repente se dio cuenta de que no sabía cuán alto era Ricardo, aunque por lo que había visto a través de la ventana, no parecía que fuera bajo en absoluto. De todas formas, decidió no arriesgar y no subirse a un tacón asesino de 10 cm.
Estaba buscando un bolso más pequeño para complementar su atuendo cuando sonó el portero automático. Ahogó un grito. «Ricardo». Se miró al espejo buscando su propia aprobación y cayó en la cuenta que contestar el portero automático no implica que nadie te vaya a ver. Cruzó el salón y descolgó.
«Si?»
«Lara?»
«Sí!, Ricardo?»
«Bueno, eso creo!» y oyó como sonreía alegremente.
«Bajo en seguida. Dos minutos.»
«OK. Te espero enfrente a tu portal».
Ya no había vuelta atrás. Menos cinco. Ella arreglada, lista para bajar pero muerta de dudas. «Y si no me gusta lo que veo?. Y si es aburrido? Y si me gusta pero no le gusto yo? Y si..?»
Sacudió su cabeza, como si fuera un Telesketch, intentando borrar aquellos pensamientos que le atormentaban. Último vistazo al espejo en busca de su propia aprobación. Tiró del vestido hacia abajo, retocó un par de mechones, agarró una americana negra y se dispuso a salir.
En esta ocasión no bajaría por el ascensor. Demasiado rápido. Tomaría las escaleras desde el segundo piso hasta el bajo. Esto le daría tiempo para tomar aire y calmarse. «No soy nueva en esto! Tengo que tranquilizarme!». Y puso el pie en el primer escalón.
Llegó a la planta baja y, a través de los cristales de la puerta del portal, pudo a ver a la imagen distorsionada de Ricardo a lo lejos. Los cristales eran de esos labrados que dejan pasar la luz pero que hacen opacas las formas que hay detrás. Por la escasa luz de la farola que le alumbraba, pudo adivinar que iba en pantalón y chaqueta oscuros, camisa clara y sí, era bastante alto. Agarró el pomo de la puerta y lo giró despacio. Tiró de la puerta hacia así y dejo que por primera vez sus ojos tuvieran la imagen real de Ricardo delante de ella.
A escasos tres metros estaba Ricardo apoyado en un coche. Tenía los brazos cruzados y miraba fijamente la puerta. Cuando ésta se iba abriendo, su primera expresión seria fue tornándose en un tímida sonrisa al principio para dar paso a un efusivo «Hola» después.
No se movió. Se quedó en la misma posición que estaba hasta que Lara hubo salido completamente del portal y fue entonces cuando puso rumbo a su encuentro cruzando la calle para llegar hasta ella.
«Hola Lara», dijo aquella voz ya familiar que había escuchado al teléfono tantas veces.
«Hola Ricardo» y sonrió.
Se quedaron dos segundos mirándose decidiendo quién de los dos diría algo más. Al final, ambos se dieron cuenta de que estaban pensando en lo mismo y rieron. Ricardo extendió un brazo hacia Lara y le dijo:
«Señorita, me deja que le acompañe hasta mi coche?».
«Con mucho gusto».
Y marcharon hacia el coche de Ricardo. Cuando llegaron, Ricardo abrió la puerta para Lara. Lara sonrío divertida. Estos eran la clase de gestos que le hacían gracia puesto que en ocasiones, cuando lo había visto hacer a los maridos de sus amigas, le había parecido hortera pero en esta ocasión comprendió que el objetivo no era otro que el de agradar y hacerle sentir especial. Hizo un mohín divertida.
Ricardo se montó en el coche, dio una palmada de entusiasmo y preguntó a Lara:
«Usted manda y me dirige. Hacia donde pongo el rumbo?»
«Todo recto. No hay pérdida. Te voy a llevar a un sitio que te va a encantar, Ricardo». Y sintió cómo después de pronunciar su nombre desaparecían los nervios. Su cuerpo se relajó y con él, cada músculo. Dentro de su cabeza se dio una orden firme: «Disfruta de esta noche».
Lara condujo a Ricardo hasta el centro de Aranjuez sin saber muy bien dónde iban a cenar. Fue pensando por el camino el lugar, mientras Ricardo le contaba, animadamente, su día y algunas de las peripecias que le habían ocurrido.
Aparcaron en cuanto encontraron un sitio disponible y de ahí, fueron andando paseando el centro de Aranjuez. Lara seguía dándole vueltas al restaurante sin tener aún ni idea de dónde ir. Ricardo seguía contándole cosas hasta que advirtió que Lara asentía como ausente por lo que se adelantó en sus pasos y se puso delante de ella, clavando sus ojos impacientes en los de Lara e impidiendo que pudiera avanzar. Puso una mano sobre el hombro de Lara, gesto que la hizo que Lara saliera de su ensimismamiento.
«Lara, qué pasa?. Llevas un rato distraída y te veo rara. Va todo bien? Si quieres que cancelemos y te lleve a casa, no pasa nada. Yo puedo asumir que esto haya sido un poco precipitado y no quiero forzar más la conversación. Te llevo a casa?»
Lara devolvió la mirada a Ricardo. Se quedó un par de segundos en silencio, dubitativa y sintiendo que no había podido disimular su confusión. Le sonrió y acabó riendo entre disculpas.
«No, no Ricardo! Perdóname. No me ocurre nada. Lo estoy pasando bien, sólo que no sé dónde vamos. No había pensado en un sitio para llevarte y estaba intentando improvisar y encontrar un lugar adecuado para cenar pero no consigo acordarme de un buen sitio. No te preocupes, es tu culpa no la tuya. Qué desastre…»
«Es eso? Eso es por lo que estabas ausente?» y Ricardo rió. «Me habías asustando y pensé por un momento que te estaba aburriendo y que querías salir corriendo a tu casa! Sólo por esto, te va a tocar pagar la cena!». Ricardo hizo un mohín pretendiendo estar ofendido, se cruzó de brazos y se giró dando la espalda a Lara.
Lara rió, le cogió por el hombro, girándole hasta que volvió a tenerle de frente.
«Venga Ricardo, ya tengo el sitio. Ya que pago yo, tiro la casa por la ventana y te invito a una hamburguesa». Rieron.
Lara extendió su brazo invitando a Ricardo a agarrarlo. » Me acompañas?»
Anduvieron un par de minutos hasta llegar a un pequeño sitio cerca del Ayuntamiento. Era el típico restaurante que en otros tiempos, había sido una vivienda baja, con patio y amplios arcos en las puertas. El lugar rezumaba tradición y conservaba el encanto de lo que había sido en un pasado lejano. Sillas de forja con asientos de paja, encajadas en pequeñas mesas adornadas con manteles azul celeste donde reposaban unas velas dentro de unos cuencos de cristal color caramelo.
Era un sitio tranquilo, acogedor y privado. Invitaba a una conversación amena y distendida, lo ideal para una primera cita. La atmósfera era cálida, envolvía con solo pasar. Invitaba a quedarse allí. Hacía sentirse bienvenido. Ricardo miraba a su alrededor, descubriendo cada detalle. Se giraba hacia Lara, sonriendo en gesto de aprobación.
«Simplemente perfecto» – dijo Ricardo.
Pronto les recibió un camarero que les invitó a elegir la mesa y se dispusieron en ella con agrado.
La escogida era una mesa en el fondo del comedor donde tenían aún más privacidad si cabía. El restaurante estaba tranquilo aquella noche. Solo dos mesas más además de la suya pero aún así prefirieron estar lo más aislados posible.
Una vez estuvieron enfrente el uno del otro, Ricardo abrió conversación.
«Estás bien? Cómoda?»
«Sí, si. Claro. Es genial que hayas venido. Gracias por venir hasta aquí. Ya te dije que me daba mucho apuro que te hicieras todos esos kilómetros. Me gustaría darte las gracias una vez más. Reconozco el esfuerzo y has trabajado y creo que debes estar…»
«Encantado» – dijo Ricardo. «Estoy encantado de estar aquí. La verdad es que esta mañana dudé en si proponerte vernos hoy pero cuando te asomaste a la ventana a mediodía, se disiparon las dudas. Tenía que ser hoy.» – sonrío mirando a Lara en busca de aprobación. Al final la idea había sido suya y no estaba seguro, a estas alturas, de que Lara también pensase que era buena idea. Ricardo miraba a Lara impaciente, necesitando de su opinión. Se sentía inseguro.
«Creo que ha sido buena idea. Si hubiéramos fijado una fecha con días de antelación, creo que hubiera sido un poco estresante! Así casi mejor que haya sido así, no te parece?»
En los ojos de Ricardo hicieron aparición aquellos pequeños surcos que desvelaban su edad, producidos por la sonrisa que dedicó a Lara como forma de asentir a lo que acababa de decir. Le guiñó un ojo a Lara para aliviar el momento. «Claro que sí, creo que hemos hecho bien».
El camarero apareció para ofrecerles las cartas y sugerencias sobre el vino para acompañar los platos. Lara cedió a Ricardo la decisión del vino que acompañaría la cena y en cuanto el camarero apareció con la botella y sirvió sus copas, Lara levantó la suya para proponer un brindis.
«Por las cabinas de teléfono del otro lado de la acera» – y acercó su copa a la de Ricardo.
«Por olvidar el móvil en casa y utilizar las cabinas del otro lado de la acera» – acompañó Ricardo.
Chocaron sus copas y degustaron el vino que les acababan de traer.
Comenzaba la noche, la cita, su primera cita y con ella, el punto de partida de algo que, sin ellos saberlo, marcaría para siempre su historia.
Fin de la segunda parte.
Nota: si has leído este post y sientes que te has perdido, seguramente es porque no te has leído la primera parte. Lee Mientras dormía (I) – Lara despierta.